El viejo Ted llevaba
horas buscando algún ciervo, pero nevaba mucho ese día, así que ni los zorros
andaban cerca. Continuó caminando, con el rifle colgado del hombro. Avanzaba
con dificultad, sus pies se hundían en la nieve y ni las botas térmicas lograban
aislar el frío helado de la nieve. Cada cierto tiempo, una ventisca de nieve le
obstruía la visión, lo empapaba y le hacía más difícil desplazarse.
Un disparo sonó a lo
lejos. El viejo Ted se detuvo y aguzó el oído, pero todo siguió en silencio.
—Esos locos de la base
científica otra vez. ¡Qué manera de malgastar el dinero que nos quita el
gobierno! —murmuró irritado.
Estaba acostumbrado a
la soledad, vivía en el medio de la nada justamente porque no le importaba
socializar, pero, desde que la base fue instalada para fines científicos, las
cosas habían cambiado. Los científicos eran gente rara, y vuelta y media se
topaba con alguno de ellos, ya fuera porque recolectaban muestras de vaya uno a
saber qué o porque paseaban a los perros que convivían con ellos, o porque
simplemente salían a estirar las piernas sin importar si el tiempo lo permitía.
El viejo Ted los miraba con cara de pocos amigos, a lo que ellos respondían con
un saludo amistoso, aun sabiendo que no recibirían una devolución cortés de su
parte.
Un helicóptero pasó
volando bajo, al parecer llevaba mucha prisa. El viejo se detuvo y miró al
cielo, cubriéndose el rostro de la nieve que las aspas levantaban a su paso.
Alcanzó a ver a dos ocupantes: el piloto y un acompañante en la parte trasera,
este último oteaba el territorio con un largavistas. El viejo chasqueó la
lengua y continuó su recorrido, al igual que el aparato.
Habían pasado unos
minutos, cuando nuevamente oyó un disparo lejano, seguido por el ladrido
lastimero de un perro. El viejo corrió en la dirección en la que calculó que el
animal estaría caído, indignado, furioso de que esta gente ahora utilizara a
los perros de blanco para pasar el rato y divertirse. El helicóptero volvió a
pasar veloz sobre él, en dirección a la base. El hombre anduvo un buen trecho
casi corriendo, se detuvo para tomar un respiro, resoplando debido al esfuerzo.
«Ya no estoy para estos trotes», pensó. Respiró hondo y comió un poco de nieve
para quitarse la sed.
El quejido lastimero
del perro le llegó de alguna parte, continuó y unos metros más adelante, en un
recodo del sendero plagado de pinos, muchos escondidos a causa de la nieve,
distinguió el rastro carmesí, que resaltaba sobre tanto blanco, y enseguida se
dio de lleno con el cuerpo de uno de los perros de la base. El animal yacía de
costado y se quejaba muy débilmente. El viejo Ted se apresuró a darle un poco
de nieve.
El perro tenía el lomo
manchado de sangre, y respiraba con dificultad. El hombre intentó vendar la
herida, ayudándose con el pequeño botiquín que siempre llevaba encima, pero en
el momento en que iba a proceder, el perro sufrió un convulsión. Mientras
intentaba estabilizarlo, algo comenzó a moverse bajo la piel del perro. Se
apartó de inmediato. El perro continuaba temblando, mientras lo observaba
fijamente. Ted tenía experiencia, sabía cómo lucían los ojos de un animal
muerto, de cualquier animal; y ese perro ya estaba muerto.
Un mal presentimiento
lo alertó, su mente dedujo con celeridad lo que el helicóptero de la base
pretendía: por algo los científicos perseguían al perro con tanta insistencia
para dispararle. Ante sus ojos, el cuerpo del perro comenzó a desgarrarse, a
abrirse en surcos, haciendo saltar carne y sangre en abundancia, así como una
sustancia negra y espesa que se movía con voluntad propia, mientras un sonido
extraño y aterrador salía del animal. Unos apéndices espeluznantes, del color
del pelaje del perro y de forma indefinida, emergieron veloces del interior de
lo que quedó de este, y comenzaron a extenderse hacía todas direcciones, como buscando
algo a lo que agarrarse, en tanto tomaba distintas formas segundo a segundo.
Cuando el viejo Ted
reaccionó y se giró para correr, uno de los apéndices lo alcanzó por la
espalda. El viejo cayó, emitiendo unos alaridos escalofriantes, al tiempo que
esa cosa se fusionaba con su cuerpo y tomaba su aspecto, como antes lo hizo con
el perro, y se introducía en él por completo. El cuerpo quedó inmóvil por unos
minutos, hasta que el viejo despertó boqueando y se incorporó con dificultad.
—¡Vaya! Creo que me
quedé dormido —murmuró, arrastrando las palabras, mientras se acomodaba la
correa del rifle en el hombro y caminaba tambaleándose en dirección a la base
científica…
Este texto forma parte del primer número de la revista
Historias Pulp
P.K.Olivera ©
Share on Tumblr